Características
- Tipo: lineal
- Dificultad: ▲▲▲▲▲
- Itinerario: Pendueles- playa de Vidiago - bufones de Arenillas- Andrín- playa de Andrín- Andrín- bufones de Arenillas- playa de Vidiago- Pendueles
- Señalización: buena
- Sendero homologado: forma parte del GR E-9
- Distancia: dieciocho kilómetros
- Duración: cuatro horas
Situación y distancias
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Cómo llegar al punto de partida
La localidad de Pendueles, principal núcleo de población de la parroquia del mismo nombre, se encuentra a unos doce kilómetros de la capital del concejo llanisco. Cuenta con varias casonas y palacios que constituyen un buen ejemplo de la arquitectura indiana de finales del XIX y principios del XX (casona de Verines, palacios de Santa Engracia y del Conde del Valle de Pendueles), así como una iglesia parroquial de origen medieval que, a pesar de las muchas reformas realizadas, aún conserva en su fachada sur una portada gótica. Tras el recomendable paseo por el lugar, iniciaremos nuestra caminata en las inmediaciones del hoy destruido palacio de Santa Engracia, conocido también como de los Mendoza Cortina (ver mapa).
El camino, con buen firme, discurre al borde de verdes pastizales que tienen a la sierra de la Borbolla como meridional telón de fondo. Una zona arbolada nos conduce a las inmediaciones de la playa de Vidiago, nuestra primera aproximación al mar.
Tras ascender de nuevo a la rasa, retornamos al verde paisaje ganadero. La progresiva presencia de la roca caliza que emerge entre el forraje, anuncia la próxima llegada a la zona de los bufones de Arenillas: unas grietas conectadas con simas marinas por las que el mar expulsa el aire comprimido en las galerías; en los días de fuerte marejada, el mar empuja con toda su bravura expulsando a presión el agua y el aire por los resquicios de las rocas produciendo un ruido (los llamados «quejidos del bramadoriu») que se oye a varios kilómetros de distancia.
Esta puerta del océano, en paz y calma cuando posó para nosotros, se convierte entonces concurrido escenario de quienes no quieren perderse el bufido que, con verso medido, cantara don José Zorrilla y Moral a finales del siglo XIX:
Bufa el aire furioso: el mar rebrama y onda tras onda en su auxilio llama; montañas de agua sobre el aire arroja; él reventando de furor se espirita; dobla su empuje el agua: el aire afloja sintiendo que por fin se debilita, y ruge con hondísima congoja; pero por más tenaz que forcejea, el agua de delante se lo quita, y él por la encañonada chimenea, fugitivo huracán se precipita...
El cantar del romero (1883)
La senda nos aleja nuevamente del mar, tomando dirección sur por una zona sombreada de eucaliptos. Cuando las eses de la ruta nos aproximen de nuevo a la costa, avistaremos la ensenada del río Purón. No podréis pasar de largo, tendréis que parar al menos un par de veces: arriba, en el mirador que se abre sobre el río; abajo, cuando lo crucéis por el puente de madera. La cámara fotográfica no está quieta un momento en esta zona. No es para menos.
Con las imágenes de la desembocadura del río Purón en la retina recorremos el par de kilómetros que nos quedan hasta ver las primeras casas de Andrín, una localidad de centenar y medio de vecinos que complementa su tradicional dedicación agraria con una importante actividad turística.
De camino hacia la playa, situada a unos ochocientos metros de distancia, nos prometemos un tranquilo paseo por sus calles, para contemplar sin prisas sus cuidadas casas, los dos pisos que se mantienen en pie de la torre medieval, el lavadero, la casona de los Beltrán o la iglesia parroquial.
Todo eso para la vuelta, que ahora aún nos queda por saborear la belleza del arenal, con la inconfundible silueta del islote del Castro, atento vigilante de todo lo que sucede en esta playa así como en la vecina de Ballota.
Sol de la tarde. Mar en calma. Tranquilidad y sosiego. Saboreemos sin ninguna prisa.
No hay más remedio; toca volver. Tras regresar a Andrín para realizar ese recorrido por sus calles que tenemos pendiente, tomamos el camino de regreso hacia Pendueles. Seguro que aún tendremos ocasión de pararnos a contemplar algunas panorámicas a las que no prestamos atención en la venida.
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